martes, 22 de noviembre de 2011

El Silencio de los Corderos

Era un día glorioso el que a través del astro rey se coronaba en su nacimiento en la ciudad… o lo sería sin duda, si en la sombra perpetua de los que habitaban la escoria que pululaba como hambrientas y grasientas ratas se pudiera a alcanzar; no ya a ver (! Atrevido sacrilegio!) si no a sentir, a percibir, la cálida brisa que bendecía la aurora de la mañana.
Pero dado que estaban a la sombra perpetua e inmisericorde de las enormes moles de los rascacielos que se perdían hacia el infinito; no había ni sol ni cálida brisa; ni siquiera tenían esperanza, pues ¿Qué esperanza iban a tener unos hombres a los que se les había arrebatado tanto, que ni siquiera sabían si era de día o de noche? ¿A los que el mismo Sol era extraño? ¿Hasta la cálida brisa que pudiera secar los fangosos pantanos infectos que rodeabn por doquier su escaso y pútrido territorio?
Vivir sin sol, sin brisa, era la condena perpetua a padecer siempre empapados hasta la medula; a la garganta irritada, al resfriado endémico, a la bronquitis crónica. Pero eso no era lo peor. Ni siquiera la malaria merecía ese penoso titulo, pues a pesar de que campaba tan a sus anchas como los millares de mosquitos que en pegajosas nubes los atormentaban; al menos el frio invierno detenía su furioso avance.
Tampoco los millares de rata que eran su maldito reflejo: como ellas, vivían rodeada de basuras, como ellas; ern docenas, como ellas; estaban repletas de pestes diversas, como ellas, criaban a sus crías con basuras y se alimentaban de basura; peo a ofrecían de ellos, las ratas parecían, al menos en parte, disfrutar de su condena. Año a año parecía crecer; año a año parecían mas y mas gordas, había alguna a las que le costaba literalmente caminar, y se limitaba a arrastrar su peludos y rechonchos y crueles vientres en un vano intento de desplazarse rápidamente. Ni siquiera conocían la camarería; esta especia enloquecida devoraba los cadáveres de sus compañeros, o se enfrentan entre sí e sangrientos y demenciales combates; cuando dos hordas de aquellos infernales seres se batían por una colina de desperdicios o un generoso montón de putrefacta mierda.
Quisieralo o no, era los iguales a los pobres diablos que desnudos habitaban estos inhóspitos lugares. Quizá por eso el odio entre ellos fuera tan entrañable. Los ratas devoraban con frucción los cadáveres que docenas se apiñaban en las esquinas, y se cebaban con los pequeños, los enfermos y débiles, atacándolos aun con vida; y sus contrapartidas bípedas los exterminaban apenas las veían; aunque a pesar de todo no las comían, y no sería por ganas, sino porque eran un vector de enfermedades tal, que ni el mismísimo fuego podía purificar su carne.
Fuego, que por otra parte era un bien tan escaso como apreciado, pues la humedad sempiterna que lo empapaba todo lo hacía imposible de germinar sin ayuda.
Allí se mataba literalmente por el fuego; por un poco de cualquier cosa que sirviera- o pareciera servir- de combustible: algo de aceite, un poco de alcohol etílico o un rozo de buena madera seca, o un trapo empapado de gasolina; todo era susceptible de ser, como las ratas, vector de muerte y destrucción; irónicamente este era rl fruto del fuego por el que se combatía. Esa era la ironía: muerte por un bien que provocaba muerte. Lo único bueno, era, como ya se ha dicho, que era un bien escaso.
¿Así que era lo peor? ¿Las ratas, las enfermedades, el frío, los mosquitos, la sangre derramada? No, no, no. Lo peor, lo peor de todo era el ser humano mismo, pues ya habían perdido el calificativo de humano (e incluso de ser), transformándolo en algo brutal, implacable, sin ninguna ley .
Brutal.
Implacable.
Sin ley.
Como yo.


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